Jean Gabin en La Criolla, escena de la película "La Bandera" (1935)
La prensa barcelonesa ha vuelto a ocuparse del llamado barrio chino. Esta vez ha partido la iniciativa de la parroquia de San José y Santa Mónica, que, en una nota destinada a conmover a las personas caritativas, pretende descubrirnos la verdad de lo que hay en aquel sombrío hormiguero humano de nuestra zona marítima. Lo que hay es miseria. «Aquello que caracteriza la masa de esta gran acumulación de gente heterogénea —se dice en la nota parroquial—, no es la vida licenciosa, sino la pobreza extrema». Y a continuación describe algunos cuadros de infortunio que ponen los pelos de punta.
El barrio chino, tal como se entiende a través de este nombre absurdo, aunque tiene mucho de invención grotesca, ha logrado cierta fama en el extranjero. No sé si ha conseguido ya el honor de figurar en el Baedecker; no me extrañaría que así fuera. Se trata del plato fuerte que Barcelona ofrece, entre otras acciones, al turista noctámbulo. Debe su fortuna a la propaganda que le han hecho, con un desinterés digno de mejor causa, algunos escritores y artistas aficionados a divertirse.
Los turistas que visitan la metrópoli catalana saben ya al llegar, si no son insensibles a la tentación de lo misterioso y picaresco, dónde escondemos lo más sensacional de nuestras modestas posibilidades pecaminosas. Si alguno llega desprovisto de informes y necesita ser orientado, encontrará el amigo discreto, o el camarero insinuante, que con la mayor delicadeza deslizarán en su oído las palabras necesarias para encaminar sus pasos: uno, creyendo hacer un favor; otro, buscando una propina. Para remediar negligencias y olvidos, quedan el peluquero comunicativo, el limpiabotas del hotel y el vendedor ambulante de tarjetas postales que recorre las terrazas de los cafés céntricos.
Los turistas que visitan la metrópoli catalana saben ya al llegar, si no son insensibles a la tentación de lo misterioso y picaresco, dónde escondemos lo más sensacional de nuestras modestas posibilidades pecaminosas. Si alguno llega desprovisto de informes y necesita ser orientado, encontrará el amigo discreto, o el camarero insinuante, que con la mayor delicadeza deslizarán en su oído las palabras necesarias para encaminar sus pasos: uno, creyendo hacer un favor; otro, buscando una propina. Para remediar negligencias y olvidos, quedan el peluquero comunicativo, el limpiabotas del hotel y el vendedor ambulante de tarjetas postales que recorre las terrazas de los cafés céntricos.
Calle del Mediodía con Cid. Foto: Josep Domínguez
A todos nosotros nos habrá interrogado algún amigo forastero sobre el atrayente misterio del barrio chino. Cuando así acontece, se produce un diálogo a veces embarazoso.
—¿Y hay chinos en ese barrio?— pregunta el recién llegado, pensando ya en los fu- maderos de opio y sintiéndose transportado a los paraísos artificiales.
—iQuiá! En Barcelona no se han visto otros chinos que los que vienen formando parte de las compañías de circo y aquellos que recorrieron toda España vendiendo collarines de perlas falsas y otras baratijas.
—Entonces, el nombre de barrio chino...
—El nombre no hace Ja cosa. Se llama así por influencia de ciertos films truculentos que impresionaron nuestro espíritu provinciano. Ni los monos nos aventajan en propensión imitativa. Conocíamos, a través de las películas sensacionalistas, los barrios chinos de Chicago y Nueva York y se dio el nombre de barrio chino por simple influencia de la actualidad cinematográfica, a un extremo de a población donde el vicio, en sus últimos grados, tiene montada una miserable industria. Un barrio como los hay semejantes en todos los puertos importantes del mundo. Nada extraordinario.
—Será como usted dice; pero su mala fama ha traspasado las fronteras, y, en verdad, uno es un poco curioso... No lo digo para que me lleve a ver el famoso barrio chino, aunque me intriga su misterio. Me han dicho que lo visitan damas elegantes.
—Es posible, más por esnobismo que por curiosidad. El astuto industrial ha inventado algunos trucos de gran efecto. La visita a lugares que se saben frecuentados por la gente del hampa tiene siempre algo de aventura. En todas las grandes ciudades hay personas aburridas, capaces de arrostrar un peligro a cambio de una emoción, sobre todo si el peligro es más imaginario que real. ¡Bah! Usted es un hombre que ha corrido mundo: sabe muy bien que se trata de sacar unos duros a juerguistas improvisados e inexpertos.
—¿Y hay chinos en ese barrio?— pregunta el recién llegado, pensando ya en los fu- maderos de opio y sintiéndose transportado a los paraísos artificiales.
—iQuiá! En Barcelona no se han visto otros chinos que los que vienen formando parte de las compañías de circo y aquellos que recorrieron toda España vendiendo collarines de perlas falsas y otras baratijas.
—Entonces, el nombre de barrio chino...
—El nombre no hace Ja cosa. Se llama así por influencia de ciertos films truculentos que impresionaron nuestro espíritu provinciano. Ni los monos nos aventajan en propensión imitativa. Conocíamos, a través de las películas sensacionalistas, los barrios chinos de Chicago y Nueva York y se dio el nombre de barrio chino por simple influencia de la actualidad cinematográfica, a un extremo de a población donde el vicio, en sus últimos grados, tiene montada una miserable industria. Un barrio como los hay semejantes en todos los puertos importantes del mundo. Nada extraordinario.
—Será como usted dice; pero su mala fama ha traspasado las fronteras, y, en verdad, uno es un poco curioso... No lo digo para que me lleve a ver el famoso barrio chino, aunque me intriga su misterio. Me han dicho que lo visitan damas elegantes.
—Es posible, más por esnobismo que por curiosidad. El astuto industrial ha inventado algunos trucos de gran efecto. La visita a lugares que se saben frecuentados por la gente del hampa tiene siempre algo de aventura. En todas las grandes ciudades hay personas aburridas, capaces de arrostrar un peligro a cambio de una emoción, sobre todo si el peligro es más imaginario que real. ¡Bah! Usted es un hombre que ha corrido mundo: sabe muy bien que se trata de sacar unos duros a juerguistas improvisados e inexpertos.
Vendedores chinos de collares y baratijas en la Rambla. Foto: J.M. Sagarra
Cuando el forastero insiste mucho, uno se resigna a seguirle el humor para no parecer descortés. Y se aventura con su curioso amigo, no sin repugnancia, por las callejas penumbrosas, malolientes y miserables, cercadas ya por la piqueta demoledora, que avanza lentamente en la reforma de la ciudad y a cuyo paso se desbandan legiones de ratas y turbas de parásitos en éxodo precipitado. He aquí el peligro más cierto de los barrios bajos, donde la mugre y la caducidad de sus negros tugurios ofrecen clima propicio para germinaciones inmundas.
Esa visita esporádica al barrio chino nos produce siempre una sorpresa. Generalmente, se olvida lo que tiene dicho barrio de verdaderamente original. Lo sorprendente es que existe, ras con el lindero de la barcelonísima Rambla, una ciudad marginal que ya no es Cataluña.
Otras caras, otro carácter, otras costumbres, otro estilo en los comercios, otra clase de animación, otro idioma. Rara vez recoge el oído unas palabras de acento catalán. Allí, a dos pasos de la Rambla, el idioma catalán es tan extranjero como el inglés i el rumano. A mil kilómetros de Barcelona no se encontraría una ciudad más diferente. ¿De dónde han salido aquellas tiendas de vinos con sus barricas pintadas de rojo y sus carteles de toros? Los cafés, los bares, los colmados, hasta las barberías tienen un aire particular. Todo cuanto se ve, en detalle y en conjunto, pertenece a otras latitudes geográficas. Tascas; churrerías; paradas de pescado frito; ropavejeros; componedores de vihuelas y acordeones; revendedores de muebles usados; las canastas de hortalizas, de mariscos, de avellanas tostadas y cacahuetes, que invaden las aceras, nos trasladaríamos a otras cimas, como el oler fuerte a vinazo, el asalto del aceite que se agarra a la garganta, la densidad y sordidez del ambiente.
Esa visita esporádica al barrio chino nos produce siempre una sorpresa. Generalmente, se olvida lo que tiene dicho barrio de verdaderamente original. Lo sorprendente es que existe, ras con el lindero de la barcelonísima Rambla, una ciudad marginal que ya no es Cataluña.
Otras caras, otro carácter, otras costumbres, otro estilo en los comercios, otra clase de animación, otro idioma. Rara vez recoge el oído unas palabras de acento catalán. Allí, a dos pasos de la Rambla, el idioma catalán es tan extranjero como el inglés i el rumano. A mil kilómetros de Barcelona no se encontraría una ciudad más diferente. ¿De dónde han salido aquellas tiendas de vinos con sus barricas pintadas de rojo y sus carteles de toros? Los cafés, los bares, los colmados, hasta las barberías tienen un aire particular. Todo cuanto se ve, en detalle y en conjunto, pertenece a otras latitudes geográficas. Tascas; churrerías; paradas de pescado frito; ropavejeros; componedores de vihuelas y acordeones; revendedores de muebles usados; las canastas de hortalizas, de mariscos, de avellanas tostadas y cacahuetes, que invaden las aceras, nos trasladaríamos a otras cimas, como el oler fuerte a vinazo, el asalto del aceite que se agarra a la garganta, la densidad y sordidez del ambiente.
Casas típicas del Barrio Chino. Foto: Margaret Michaelis-Sachs
Es sorprendente porque apenas hemos dado cuatro pasos para alejarnos de los lugares por donde discurre normalmente nuestra vida. Y nos encontramos en otro mundo, que ofrece con el nuestro el más violento contraste.
En las grandes ciudades americanas, nutridas con aluviones de inmigrantes, la formación y la persistencia de esos núcleos exóticos se dan con relativa facilidad. Las mismas causas producen siempre los mismos efectos, sin que en ello parezca influir la latitud La gran ciudad asimila cuanto puede de lo que le llega del exterior; pero queda siempre, por lo visto, un sedimento inadsimilable, porque la ciudad lo repele o porque su naturaleza no admite mudanza. La hez se precipita con caída vertical a los bajos fondos.
Unos cuantos escritores y artistas de humor alegre, aficionados a la extravagancia, inventaron esa fantasía del barrio chino, llamándolo así, quizá, para dar una sensación de alejamiento, que es lo primero que se experimenta apenas se ha entrado en el laberinto de sus calles sombrías.
En las grandes ciudades americanas, nutridas con aluviones de inmigrantes, la formación y la persistencia de esos núcleos exóticos se dan con relativa facilidad. Las mismas causas producen siempre los mismos efectos, sin que en ello parezca influir la latitud La gran ciudad asimila cuanto puede de lo que le llega del exterior; pero queda siempre, por lo visto, un sedimento inadsimilable, porque la ciudad lo repele o porque su naturaleza no admite mudanza. La hez se precipita con caída vertical a los bajos fondos.
Unos cuantos escritores y artistas de humor alegre, aficionados a la extravagancia, inventaron esa fantasía del barrio chino, llamándolo así, quizá, para dar una sensación de alejamiento, que es lo primero que se experimenta apenas se ha entrado en el laberinto de sus calles sombrías.
De lo que pasa allí dentro, que excita la imaginación de las personas cansadas de ser correctas, se puede decir que unos industriales conocedores del corazón humano han sabido montar una industria trucada para sacar partido del escenario, que es impresionante. Ahora nos han dicho los curas de la parroquia de Santa Mónica que eso se hace aprovechando el fondo lúgubre cuyo origen verdadero está en infortunios lacerantes que nadie cuida de remediar. No es una revelación, porque el vicio y la miseria frecuentemente se desarrollan juntos. Pero, en efecto, inquieta la conciencia de toda persona honesta el pensar que el hambre de unos miles de desgraciados sirva para ambientar determinadas atracciones. Seguramente que las presuntas damas que han visitado de noche el barrio chino, no se atreverían a repetir de día la visita para llevar un socorro a los hambrientos y enfermos. La caridad es, sin embargo, un buen sistema de purificación, cuyo empleo discreto se recomienda implícitamente en la nota parroquial al solicitar donativos.
Prostitución en la calle del Cid. Foto: J.M. Sagarra
No es que yo pretenda destruir la fama del barrio chino, conveniente para una gran ciudad que pretende tener sus antros de perdición. Pero creo que los que están más cerca de la verdad son los curas dé Santa Mónica, que han visto en el famoso barrio sólo un valle de lágrimas.
Publicado en el periódico LA VANGUARDIA. Edición del domingo, 10 noviembre de 1935 (página 9)