Taberna "La Mina", en la calle del Arco del Teatro. Foto: Frederic Ballell
Lectora, lector: he aquí el distrito quinto; he aquí los personajes que han arrancado de su ambiente “Amichatis”, Luis Capdevila, Eduardo Carballo, para escribir sus dramas, sus artículos, sus novelas; he aquí toda la fiereza y toda la brutalidad del distrito quinto. Es el distrito quinto la llaga de la ciudad; es el barrio bajo; es el domicilio de la mala gente. Cierto es, que viven en él familias honradas. Esta es la tragedia. En el montón deforme de basura y de dolor; de inconsciencia y de pecado, que forma el distrito quinto se mezclan el obrero y el chorizo; la lavandera y la peripatética que en el cabaret elegante parece hija de nobles y que duerme en su propia casa sobre un catre… Ni los barrios bajos de Génova, ni el barrio del Puerto de Marsella, ni la Villete parisina, ni el Whitechapel londinense, tienen nada que ver con nuestro distrito quinto, con el ambiente magnífico de nuestra zona prohibida. Es más, el distrito quinto les supera. Se juntan aquí de una manera absurda y única la casa de lenocinio y la lechería para los obreros de la madrugada; la tienda que alquila mantones y en donde se presta dinero a los artistas de los music halls y el palacio del conde de Güell; cal Manco y la “Casa del Pueblo Radical”; el Hospital de la Santa Cruz y la taberna de La Mina; el cuartel de Atarazanas y la pequeña feria de libros viejos; los hoteles meublées y la Atracción de Forasteros… Lo bueno y lo malo; la civilización y el “hurdismo”. Pasea esa desdichada de “La Moños” sus harapos y hace reir. Cruza la calle el sereno Juan y se cubren la cara para que no les reconozcan los pequeños ladrones. Venden cocaína algunos limpiabotas y aparecen los invertidos en plena calle mostrando sus vergüenzas; las gitanas de “Villa Rosa” cantan roncamente y en la puerta una procesión de pedigüeños os asalta casi con violencia; duermen por las calles los pobres y apoyado en un farol un borracho expone una teoría filosófica con la música del “Porque era negro…” Hay todavía becs de gas, románticos y calles silenciosas.
Vamos a entrar en el distrito quinto. No sabemos si saldremos de él. En la puerta del Arco del Teatro nos despedimos. En el bar adosado a la pared, un pelotari paga unas “cañas”. La calle es estrecha, es larga, es sucia, es tortuosa. Vista desde las Ramblas, parece que las casas de una acera y de otra se juntan y que queda un trozo vacío por donde asoma el cielo de color de violeta.
Un establecimiento serio
He aquí “Villa Rosa”, la taberna del padre Borrull. Su hijo rasguea la guitarra y su hija retuerce su cuerpo en el escenario. Baila ella divinamente y juega él las cuerdas de la guitarra con acierto. Ella es menuda, es regordeta y es morena; ríe para mostrarnos unos dientes capaces de morder hasta hacer sangre. Una noche le dije a un periodista austríaco que pasaba por Barcelona: -Le voy a llevar a usted a un lugar pintoresco; ambiente español…
Eran las dos de la madrugada. El mulato de la puerta recogió los bastones y los sombreros. El padre Borrull nos dio las buenas noches. Sólo había siete personas en todo el local. De las siete personas tres eran gitanas y las otras cuatro alemanes que habían venido a Barcelona para asistir a la “Exposición del Libro Alemán”. Eran unos germanos enormes como elefantes; rojos como tomates y con unos pescuezos de caricatura anticlerical. Pocos momentos después entraron dos girls de aquellas que vinieron a la ciudad para trabajar en Chófer, al Palace! Y se han quedado en Barcelona, para demostrar que es muy difícil echar a un inglés del sitio que se empeñe en ocupar. Tras Miss May y Miss Olive siguieron tres francesas; Marcelle, rubia y gruesa; Denyse, rubia y encantadora; Margot, menuda y morena… Un momento después cruzaba la sala Luigi, el bailarín del Maxim’s, un cónsul sudamericano… Yo estaba avergonzado.
- Realmente –me dijo el periodista austríaco- esto tiene mucho ambiente español.
Se bebe mucho vino, se aplaude mucho, pero no se toleran las juergas. En cuanto llega un borracho, los mozos, los dependientes, el propio padre Borrull, con la cabeza gacha, una mano en el bolsillo del pantalón y la mirada como muerta, no pierden de vista al que pueda alterar el orden de la taberna castiza. Porque eso sí, aquella tienda de vino y de “cante jondo”, es un establecimiento serio…
La organización comercial de una casa prohibida
Seguimos en la calle del Arco del Teatro, casi enfrente de “Villa Rosa”, el señor Ugarte tiene puesta una mancebía “con todos los adelantos modernos”. El señor Ugarte, dice él, que es hijo de un gobernador civil del antiguo régimen. Su casa se llama “Madame Petit”. Las huéspedas pasean casi desnudas por el café establecido en el primer piso. El señor Ugarte es un cliente de la casa “Romeo” o de cualquier casa que venda muebles y coloque “organizaciones comerciales”. Su máquina de escribir para la correspondencia; su libro de caja; su sección de Cambios, para los marinos o los viajeros que llegan al puerto de noche y no saben donde cambiar la moneda extranjera que llevan encima… La casa del señor Ugarte es también una casa seria. Lo prueban los cartelitos que adornan las paredes. (Una pausa, lector. Descansemos un minuto. También nosotros, como los oradores, necesitamos descansar.)
Etc… Cada sección tiene su ventanilla y la Caja está instalada en un despachito confortable como el de cualquier casa de banca de las Ramblas. El señor Ugarte es un hombre muy amable y un poco cargado de espaldas. Cuando hay en su casa alguna persona de calidad le hace pasar a su domicilio particular.
- Está todo montado a la moderna –dice-. Esto es un negocio como cualquier otro. Yo tengo éste y procuro que la clientela salga de la casa contenta y satisfecha de haber entrado en ella. Ellas tienen sus cajas de ahorros y hay chica que saldrá de aquí pudiendo poner un estanco y continuar ganándose la vida honestamente. Si quieren ustedes “ver cuadros”… Tengo una admirable Troupe que hacen revistas con efectos de luz. Tengo una clínica y cuartos de baño…
Dejamos al señor Ugarte y salimos a la calle. Sobre las piedras hay montones de basura. A veces estos montones de basura se confunden con los cuerpos acurrucados de los que duermen por las calles.
La comida de Santa Madrona
Ya estamos delante de Casa Coll, de “El Baturrico”. Esta es la tienda que ha hecho largamente rico a su dueño solo vendiendo judías cocidas. Ante la puerta solo se oye decir esto: –Deu de seques amb suc! Deu de seques amb suc!Hay unas bandejas con bacalao; carne que no se sabe de qué animal es, metida en una salsa roja y unas hojas de laurel. Allí comen nuestros ladrones y las pobres familias que viven en las casas infectas de Santa Madrona. Se suceden las tabernas que presentan a la vista de los transeúntes la voracidad de las moscas y de los piojos el bacallà a la llauna; las mongetes cuites… En este trozo hay un principal, que no está declarado como una casa de dormir y en el cual se celebran misteriosos “rendez-vous” entre muchachos y viejos. Tras la persiana tirada el vicio se presenta como una llaga…
Juan el sereno. “La Mina”
Llegamos a La Mina. Antes de ser taberna, “La Mina” fue la primera fábrica de velas de España. Se la llamaba “Can Rocamora”. Un francés tuvo la idea y un Rocamora la explotó. “La Mina” es la gran taberna del “barrio chino”. Porque el distrito quinto, como Nueva York, como Buenos Aires, como Moscú, tiene su “barrio chino”. En la puerta, Juan, el sereno, lía un cigarrillo. Viste un traje azul con bocamangas y cuello rojo y lleva bajo la chaqueta un “bit de bou” que es el azote de los “chorizos” el día que hay “razzia” para las quincenas. Esos valientes de mesa de bar, que para vender paquetes de colillas, como si fuese tabaco de contrabando, visten una chaqueta blanca, de criado de barco, y calzan zapatos o alpargatas negras, saben algo de lo que es el arañazo del látigo de Juan. Su autoridad es enorme en todo el barrio, le temen y le respetan. La mirada de Juan, el sereno, termina con todas las broncas y todos los escándalos. Juan está en la puerta de “La Mina” liando un cigarrillo y dentro, pacíficamente y honradamente, unos obreros del muelle, con las manos sucias y el carbón en la cara, el sombrero puesto, juegan al burro arrastrado con unos chulos y unos mantenidos. Cruzamos la taberna que tiene dos salidas: la que da a la calle del Arco del Teatro y la que da al patio de ”La Mina”, en donde están establecidas dos casas de dormir. La mesa del burro está metida en un cuarto que tiene un tabique de madera dispuesto a recibir los cristales. No los hay. Por un boquete el “Xato Pintó” mira cómo juegan al burro. El “Xato Pintó” es el artista del distrito. Se gana la vida haciendo tatuajes. El “Xato Pintó” es bajo, grueso, tiene un bigote pequeño y recortado y cuyos pelos parecen clavos. Tiene una sonrisa de “Gavroche” de treinta y cinco años.
Historia del “Xato Pintó”: los tatuajes se han puesto de moda entre la gente maleante y algunos “snobs” de la buena sociedad
- Yo nací en la calle de Rammalleras –nos dice el artista de los tatuajes-. Sí, soy hijo del torno. Yo nací en la calle Ramalleras y no sé quién es mi padre, ni quién es mi madre, ni lo sabré nunca. Diez y ocho años estuve entre las paredes de la calle Ramalleras y del Hospicio. Pasé luego de voluntario al Ejército, en donde llegué a cabo y de donde me marché para entrar de dependiente en una casa de comercio de la Plaza de Palacio. Pero me cansé. Yo quería correr mundo y eché por la carretera camino de Marsella. En el puerto de Marsella me conocían y me llamaban l’Espagne. Iba a pedir trabajo al muelle y cuando lo había me gritaban: -Eh, l’Espagne a travailler! Pero yo estaba harto de trabajar en el muelle de Marsella. Para eso no tenía que haberme movido de Barcelona. Un día, llegó un barco alemán a puerto. Esto ocurría poco antes de la guerra. De polison me metí en la bodega del barco y al cabo de cuatro días de navegación me presenté al capitán. Yo sólo hablaba español y el capitán del barco no hablaba ni francés. En cuanto me vio me dio una patada en el estómago que me echó a rodar por los suelos. Creyóse que yo era francés. Después hicieron conmigo lo que hacen en todos los barcos cuando encuentran a un viajero gratuito como yo, enviarle a la cocina para que coma, porque comprenden que en algunos días no habrá probado bocado y hacerle pelar patatas o trabajar limpiando el barco. Cuando llegamos a Tánger me dejaron en él. Pasé algunos años de mi vida en Argelia, en donde me aficioné al dibujo y aprendí el tatuaje artístico. En Argelia me llamaban el artista. Me educó un moro. Es una cosa muy fácil: con un lápiz-tinta dibuja usted sobre la carne lo que quiere y después lo va pinchando con un mango hecho con dos o tres alfileres. Se queda grabado para toda la vida. De Argelia pasé de nuevo a Marsella, viajando de polison también, y en cuanto llegué a Marsella me dirigí en otro barco al puerto de Génova. Llegué a Génova y me metieron en la cárcel. No hay en el mundo cárceles peores que las de Italia. Qué manera de comer y qué manera de tratar a los presos. Las palizas son brutales. No sé ahora cómo será, pero ¡cuando yo estuve!… No quiero ni pensarlo. Rodé de cárcel en cárcel hasta que el cónsul de España en Roma me envió a España. Y aquí me tiene usted. Me gano la vida haciendo carteles para las tiendas, pintando cocinas y cuartos y, sobre todo, haciendo tatuajes. Lo he puesto de moda. No hay marino, prostituta o invertido que no quiera llevar en el brazo un dibujo o un nombre. Hay marino que lleva todo el cuerpo lleno de tatuajes. Yo me he hecho algunos que me sirven de muestrario. Pero si yo no tuviera necesidad de ello para ganarme la vida, no me lo hubiera hecho. Los invertidos (Xato Pintó dice otra palabra más cruda y contundente) quieren todos que les dibuje un corazón; las prostitutas un dibujo sicalíptico y los marineros el retrato del rey de Inglaterra y de su mujer o de una sirena. Pero desde hace algún tiempo que hago tatuajes a gente distinguida. El otro día, un portugués muy rico que vive en Barcelona y que se llama Ferreira, me trajo a su mujer para que le pusiera en el cuerpo, debajo de los senos, su nombre y después de haber visto mi obra de arte quiso que le pusiera el nombre de su mujer en el brazo. Me pagó bien. Mire usted qué dibujo acabo de hacer sobre el corazón de un sindicalista. Xato Pintó se ha bebido toda la sibeca y me neseña el dibujo aludido…
Una noche en una casa de dormir: los tipos pintorescos
Cuando ha terminado el Xato Pintó su charla, le dejamos y salimos al patio de “La Mina”, la puerta del “barrio chino”. Esta es la puerta que queda cerrada cuando la policía viene a meter en la cárcel a los quincenarios. Por ella quieren escapar todos para salir al Arco del Teatro y despistar. Ya estamos en el barrio famoso que se llena de mendigos al anochecer.
…Son las siete de la tarde y me he vestido con un traje de mecánicoque me ha prestado un electricista. Entro en la “Casa de dormir”, que antes fue albergue municipal.
Me acerco al registro. El registro es un libro mayor colocado sobre una mesa rústica y detrás del cual está un muchacho menudo y rubio vestido con una camiseta sucia y un pantalón de pana.
- Quiero una cama
- ¿Cómo se llama usted?
- ¿Yo? Pedro Sánchez Ramírez.
- ¿De dónde es usted?
- De Murcia, contesto.
- ¿Cuántos años tiene?
- Veinte.
- ¿Qué oficio?
- Mecánico.
- Son sesenta céntimos…
- ¿Me quiere usted dar un cartón?
Pago los sesenta céntimos y me dan un ticket que me sirve para entrar cuando quiera a dormir. Son las siete de la tarde y volveré a las once. Salgo a recorrer otros sitios… Pero a las once vuelvo, entrego al del registro el pedazo de cartón que me dieron negro y sucio y paso a ocupar mi cama: la 52. En la puerta del establecimiento dice: Casa de dormir. Bonitos salones, con letras negras con un fondo enjabelgado. Las paredes del albergue son blancas y bastante limpias. La casa es enorme. Yo no tengo un sentido proporcional de las cosas. Me pasa lo mismo para medir una distancia que para tributar un elogio. A veces lleno de elogios a una persona que no lo merece, nada más que porque me ha caído simpática. Otra ataco a un enemigo cualquiera sañuda e injustamente. No sé, pues, si la sala tiene cincuenta metros o veinticinco. Sólo sé que es enorme y que tiene capacidad para ciento cuarenta y cuatro camas. Esta sala, la casa entera, fue, hace algunos años, una fábrica de hilados. El municipio lo convirtió en un albergue municipal. Les fue mal el negocio y ahora el dueño se saca limpios de todo gravamen unos diez y ocho o veinte duros diarios. Para toda esta gran sala sólo hay una bombilla eléctrica de cinco bujías. La obscuridad domina más que la luz. A mi me ha tocado estar junto a una enorme columna de piedra. Las camas son de lo más sencillo que existe. Un camastro, sin respaldo. Una colchoneta de paja o de hojas de panoja, una sábana interior, una manta roja y otra sábana. En verano la manta desaparece. No se permite fumar. Ya lo dice un cartel: “El que fume irá a la calle”. Más contundente no puede ser. Entro procurando que no se note mi ignorancia de todas las maneras y mi repugnancia. Cuando he entrado he dejado mi sensibilidad a la puerta. Junto a mí, a un metro de distancia, un hombre duerme completamente desnudo, con las reliquias del sexo al aire libre, con unos pies tan negros que no se sabe en la oscuridad en que me hallo y sin llevar las gafas, si es que está sucio o no se ha sacado los calcetines. Tiene una cara feroz y unos bigotes puntiagudos; duerme con las piernas abiertas y las manos estiradas como Cristo en la cruz. Al otro lado se está desnudando un obrero del muelle. Este hombre levanta la colchoneta y pone doblado cuidadosamente el pantalón, la chaqueta y el sombrero. Como que aquí no hay perchas –pero hay ladrones- esconde las ropas y todo el petate debajo de la colchoneta, teniendo cuidado que los zapatos queden debajo de la cabeza, para que sirvan de almohada. Aquel obrero se queda en calzoncillos y camiseta. Se tumba de bruces y se echa a dormir. Yo no me desnudo. Ni me saco la gorra ni las alpargatas. Me tumbo nada más. Supongo que las pulgas y los piojos deben brincar de una cama a otra con la misma elegancia que los poetas mediocres dicen que va la mariposa de flor en flor… No duermo: observo. Ha entrado un borracho que saluda reverenciosamente a todos los durmientes:
– Ja veurà, ja veurà, a mi en Vendrell no m’agrada- dice el dependiente que le acompaña a dormir- Jo ho faig millor:
“Sola en la vida. Soltera y sola en la vida…”
- Au, a dormir. I no cridi, perquè el treurem…
- A dormir? Bueno, bueno.
Se sienta en la cama y se deja caer en ella. Queda de panza arriba y se rie. Luego erupta dos o tres veces, aplaude. El cliente de la lado le dice:
- M……! Vols callar? Deixa’ns dormir…! M…..! No sé perquè t’han deixat entrar.
- A mí m’han deixat entrar perquè puc… Saps?…
Callan los dos contendientes. Pasa un pobre cojo, con muletas; llega a la cama. Se sienta en ella y deja a un lado las maderas ortoédicas; se saca la chaqueta y se rasca debajo de los sobacos con auténtica fruición. .. Empiezo a rascarme también. Y desde este momento hasta dentro de unas horas siento como si las pulgas y los piojos se pasearan libremente entre mis ropas y por todo mi cuerpo. Un viejo empieza a escupir a su alrededor. Es una cosa repugnante. Han entrado dos borrachos más; han cruzado unos chorizos vulgares y, cerca de las dos de la madrugada, dos invertidos.
A las ocho de la mañana el dependiente se ha puesto un pito en la boca y ha salido vibrante y enérgico el aviso. Silba repetidamente y los clientes de la casa se despiertan y se dirigen a los lavabos… Aquello es un jazz band repugnante. Se escupe, se suenan, se gritan, se insultan… El dependiente pasa revista y a los que continúan durmiendo los despierta violentamente. Si quieren continuar durmiendo tienen que volver a pagar. El borracho de las canciones y los invertidos pagan de nuevo sus sesenta céntimos.
En el patio de “La Mina” hay una animación extraordinaria. Los pobres sacan un mnedrugo de pan y un tomate, o compran en la taberna de al lado unos embutidos extremeños fabricados en la calle del Cid. La calle del Cid con la del Mediodía forman el corazón del “barrio chino”. Ahí está toda el alma, todo el espíritu de los barrios bajos.
Salí rascándome y me dirigí al mar. Tomé un baño y dejé abandonada la ropa de mecánico en el cuarto. A pesar de la ropa limpia y el traje nuevo; a pesar de la fricción del alcohol y de colonia, aún tenía tal sugestión que pasé veinticuatro horas rascándome, como si me picara la sarna.
La magnífica calle del Cid: Los niños de la calle y en el prostíbulo: La cocaína
En la calle del Cid hay una taberna, mejor dicho, un bar que se llama “La Criolla”. Es un bar con piano eléctrico, luces lechosas y espejos muy grandes que cubren las sábanas de la pared. El piano eléctrico ha sido hasta hace poco un mueble de familias distinguidas. Se habla de las casas elegantes diciendo: “Tiene cuarto de baño y piano eléctrico”. Ahora no hay bar, casa prohibida ni taberna que se precie un poco que no tenga un piano mecánico. A veces son unos pianos eléctricos imponentes que tienen un pequeño escenario en el cual se ve un molino que da vueltas o un rio que corre acompasando el aire de un vals…
– Dem deu cèntims! –dice la peripatética horrible con una boca que parece un túnel y un cigarro puro enorme entre las manos- Tocarem “la caretita!”. “La Criolla” es un bar grande y nuevo. Hay unos anaqueles bien provistos, una mesa de burro arrastrao, unas mesas de mármol redondas y un espacio libre para bailar al son del piano eléctrico, imponente como una catedral. “La Criolla” está establecida en los bajos de lo que fue una fábrica de hilados y tejidos. El dueño de la finca la ha industrializado. Las enormes naves de los pisos superiores los ha convertido en piezas. Cada pieza es un piso. En estas piezas hay de todo: la cocina, el comedor, la alcoba. Son bastante grandes y viven en ellas familias murcianas, cartageneras, andaluzas y gitanas. Estas familias que viajan en tercera cargadas de paquetes, de mantas y de chicos; estas familias que van a hacer la vendimia al sur de Francia y que trabajan en el muelle de la aurora al atardecer. En cada pieza viven arracimados dos, tres familias. Hay colchones por el suelo y junto a un matrimonio que de vez en cuando sienten las necesidades fisiológicas consabidas.
Viven en estas piezas algunas gitanas que van vendiendo encajes y telas por las ferias de los pueblos y que lucen unos peinados admirables en negrura y rizado… Estos inquilinos pagan por estas piezas tanto como por un piso: cincuenta pesetas, sesenta pesetas. El dueño de la finca ha industrializado dos corredores que quedaban junto a “La Criolla”. Se trata de dos corredores largos y estrechos. Hay en cada corredor seis o siete cuartos y en ellos un camastro, un lavabo y una silla. Son para las damas de honor de la acera de la calle del Cid. Ocupar una cama vale treinta céntimos. Lo grande de todo esto es que los chicos de la calle por la tarde, cuando juegan al escondite o a “ladrones y serenos”, entran por el corredor. Las puertas de estos cuartos están abiertas en los días de calor y los pequeños ven lo que no deberían ver… Esto es francamente horrible.
Publicado en la revista EL ESCÁNDALO. Edición del 22 de octubre de 1925